En el reto de educar para transformar, la supremacia moral es algo que hay que dejar atrás
Todas las personas encontramos momentos en los que podemos sermonear, objetar, dar lecciones, incluso educar, todo a través de la Supremacía Moral que se han arrogado tanto las derechas como las izquierdas, término que ambas utilizan como arma arrojadiza para tachar de sectario e inmovilista al opuesto.
Sin intención de ser parte del debate político, la Supremacía Moral es una adquisición arrogante que hemos desarrollado a lo largo de los años, y sobre la que generamos ¡temporalmente! unos principios monolíticos.
Cuando entendemos que los actos que realizamos se ajustan al modelo moral del grupo con el que sentimos afinidad, nos puede invadir una mirada que nos distancia del resto de personas que no siguen la “rectitud” de ese camino. Esta supremacía moral nos hace mirar desde arriba, con condescendencia, generando un trato desigual que espera el cambio de actitud del entorno hacia nuestra posición, tachando lo que no está en nuestra órbita de falta de ética y peligroso.
Centrándome en la labor de Equipos Docentes, Equipos Educativos y Servicios Sociales, donde la idea principal del oficio pasa por educar, con la intención de transformar la sociedad, nos sentimos en caída libre frente a grupos que se oponen a nuestras ideas y enseñanzas. Nos adentramos en las aulas, en los centros, en las instituciones y mantenemos un discurso que nos distancia de aquellas personas a las que queremos atender y muchas veces, también de aquellas con las que compartimos la labor educativa.
Cuando les decimos al resto -vengo a enseñarte como hacer las cosas mejor- lo que les decimos es -tengo la “razón absoluta” y mi comprensión del mundo es mejor que la tuya-. Si les estamos remarcando de forma directa o indirecta que nuestra conducta es válida y la suya no, ¿dónde dejamos el espacio para que esta persona se sienta (como nosotras) constructora de su historia? Al contrario, generaremos resistencias, enroques y oposiciones que nos impedirán educar y transformar.
La mirada sesgada del otro nos impide asumir que las historias personales y los modelajes grupales (Bandura 1987) necesariamente, posicionan a las personas. Todas las personas tenemos la capacidad de movernos y ser parte de acciones inclusivas (dentro de nuestras capacidades), siempre y cuando seamos bien acogidas por las personas que han de actuar de referentes, si nuestro modelo es alcanzable y respetuoso con nuestras vivencias, se integrarán aprendizajes; seguramente estos aprendizajes no se ajustarán en un primer momento al fin que busca la persona educadora, pero será real; cuando el vínculo parta de la horizontalidad, se podrán aceptar los distintos tiempos, se generará un espacio seguro para acoger las dudas, los sufrimientos personales, los nuevos cuestionamientos.
Estamos aprendiendo a romper las barreras de la moralidad patriarcal, a cambiar el paradigma y girar hacia la coeducación. Pero (y este “pero” no invalida lo anterior) ello no puede suponer la creación de nuevas moralidades infranqueables.
Comprender que las personas somos producto de nuestro entorno, que los valores se aprenden en comunidad y forman parte de un sistema que permite a un grupo concreto, la validación de un individuo, podemos llegar a aceptar que todos los aprendizajes llevan a la adultez, adulteces prejuiciosas, adulteces inclusivas, adulteces variables; todas son producto de nuestra necesidad de ser parte de una comunidad y que, en ella, tenemos significado.
Al estar representadas en un modelo, buscamos nuestro espacio de convivencia, con distintos roles según el entorno, pero siempre con la mirada puesta en no sufrir la sanción porque nuestros comentarios o nuestras acciones se salgan de la norma.
Bibliografía:
BANDURA, A. (1987). Teoría del Aprendizaje Social. Madrid: Espasa-Calpe
Lázaro Carrillo (Lalo), miembro de la cooperativa REEDUCANT LES VIOLÈNCIES.